RAQUEL OTEO CASTILLO, “fue mi nombre”…
El momento de mi muerte
Anocheció más tarde que nunca, como a las siete y media de la noche. Un viernes primero de mayo en el que ya los clarineros, ni llegan a dormir con su bullicio a las viejas almendras del hospital de Pemex.
La Ciudad de Comalcalco registró esa tarde una desagradable temperatura de 42° C. La enfermera del turno nocturno en el Hospital, abrió la puerta y dijo: “Mire, Raquelita, qué bonito has de sentir que te cuiden dos de tus muchísimos nietecitos”, me dijo. Admití desde mi lecho de enferma para no incomodarla. Había pasado un día muy difícil. Los dolores en mi pecho por no poder respirar bien, habían estado presente todo el día. Francamente tenía cuatro días que me sentía súper fatal. Ya no podía hablar, ni podía abrir los ojos, pero escuchaba todo lo que decían a mi alrededor. “Mis nietos Alejandro y Vanessa llamaron al doctor”, le solicitaron me atendiera. El doctor, se presentó con mucha rapidez y ordenó actividades de carácter hospitalario para darme de comer por medio de un tubo. Acciones de emergencia para detener lo que ya se iba. Yo sentí mi sangre recorrer todos los rincones de mi cuerpo que controlan la vida. Lo oí con la intensidad que era propia de mi persona y sólo pensé, pues ya mis pulmones no me daban para abrir los ojos y hablar: “Es en vano, no haga ya nada. Ha llegado el final de mi esperanza”. Mi cuerpo no resistió. La hora final se siente y nadie puede modificarla. Así de sencillo. En el cuarto número 01 del Hospital General de Pemex, en lo que hace cincuenta años era la hacienda “San José” de don Panchito Peralta Tejeda, en el instante en que el reloj marcó la una con veinte minutos, del día dos de mayo del año 2015, a mis noventa años bien vividos, yo, Raquel Oteo Castillo, hija de un músico de Villahermosa, una de las pocas modistas de señoras, di mi último suspiro.
Ya no tiene caso, ni importa mucho saber que te ha matado, si fue el maldito vicio del cigarro o la vida de desvelos que lleve, la agitación de una vida intensa trabajando atrás de una máquina de coser. Qué más da, uno muere de muerte. Y se acabó. Teniendo lucido el pensamiento. Estuve presente en todos los actos que me rindieron. Pude oír, ver y sentir las verdaderas muestras de agradecimientos, cariño y halagos.
A las dos de la madrugada mi cuerpo fue entregado a la funeraria “recinto memorial” ubicado en el camino agrario, para que me embalsamaran y me vistieran. Mi hija “Juanita” les entregó el vestido rosa con cuello blanco, sabía que era el que más me gustaba. Así fueron los preparativos para colocarme en mi última cama, en medio del protocolo funerario. Ese mismo día temprano limpiaron la sala de rezos y movieron lo que estorbaba, para colocar mi ataúd brilloso de madera en medio de muchísimas flores, coronas y lirios de luto.
Así es esto. Para vivir hay que morir y la muerte es la vida. Qué importancia tiene el aceptar antes de la muerte esta creencia tan útil del camino a la vida eterna. En el transcurso del día, se aglutinó el recinto de muchísimos familiares y amigos, se creó el desastre en torno al cajón con mis restos. De un momento a otro, mi hija Marbella —la más guerrera— subió sobre una silla y gritó con muchísima fuerza: “¡Silencio concurrencia, que aquí no ha muerto una modista cualquiera!”. En ese momento, sentí un grito de orgullo, aunque tal cosa ya no me era propia. Tal incidente provocó en mi pensamiento el recuerdo amoroso de mi madre Esther y mi hermanita Zoila.
En estos últimos años de mi vida, mis hijas, mis nietos y mis bisnietos, fueron la luz de mi existencia. Cuánto disfruté de su compañía y gentileza, de su fervor sin límites. Qué grandes personas le he dejado al mundo. Siento una gran satisfacción, verdad de Dios.
El cortejo fúnebre se inició a las doce del día siguiente. Cargaron llorando mi féretro y, en hombros de mis hijos, nietos, sobrinos y amigos, salieron por una puerta lateral del recinto que me llevó a la carroza negra. Por delante iba pendiente Juan Crisóstomo Romero López, mi esposo “fiel” de toda la vida. Como me duele haberlo dejado solo. Acá lo esperare impaciente. Nos pusimos en marcha rumbo al panteón “los pinos”, el más antiguo de la Ciudad, precedidos por un contingente de carros y camionetas. Me rendían homenaje, como si fuese una mujer ilustre y me acompañaban hasta mi última vivienda.
Todo el tiempo quise morir como una mujer sin ataduras. Adiestrada para la nueva vida. Pararme ante el dios de la existencia absoluta, arrodillarme ante la madre naturaleza y decirle: “Nací en Villahermosa porque así lo quisiste; me hice “modista de señoras” porque así lo quisiste; me hice madre de familia porque así lo quisiste; fume tabaco durante toda mi vida porque así lo quisiste. Es el destino quien ejecuta tus órdenes. Es el juego maravilloso del universo”.
Pensé hacia mi interior que todas las muertas somos idénticas, recibidas en las instancias eternas. Obtenemos una residencia común. Los mismos lugares esperan a artistas, monjas y reinas. Todas somos muchedumbre. Caemos unas antes que otras, incluidas mis amigas a las que no les fui monedita de oro, ellas morirán también y el polvo del tiempo eliminará nuestros nombres, nuestros actos nobles o malos. En conclusión, morir es igual a un simple cambio de vivienda.
Pepe Jesús del Huerto